Carta de amor entre despedidos por Macri

En las redes sociales se divulgó una carta de amor sobre una pareja que sufrió en carne propia los despidos en el Estado. Léela completa acá:

Los despidos en el Estado se han vuelto uno de los principales problemas en los últimos meses. Historias de vida, problema familiares, son gran parte de las realidades que viven cada una de aquellas personas que perdieron su empleo en los últimos meses. 

En las últimas horas se divulgó una carta de amor entre una pareja que sufrió en primera persona los despidos, a continuación lee la emotiva historia. 

Todas las mañanas 

Sonó primero su despertador, y cinco minutos después, el mío. Como todas las mañanas, lo abracé y le di un beso. Nos abrazamos y prendimos la luz, abrimos las ventanas. Vimos dormir los niños. Puse el agua del mate mientras él se duchaba, elegí mi ropa. Busqué en la heladera nuestros tuppers, los embolsé, como todos los días, para que no mancharan las carpetas que llevamos. Mientras es mi turno en la ducha se despierta el bebé y él corre a buscarlo; juntos me saludan y se ríen de mi toalla en la cabeza, de mi cara de dormida. Es linda mami, me dicen. Hay olor a café y tostadas, a pintura de uñas, a secador de pelo, a pañal de niño, todo a la vez porque tenemos que llegar puntuales a nuestros trabajos. Las noticias se escuchan de fondo, pero no tenemos tiempo a detenernos. Escuchamos cosas sueltas mientras la rutina ocurre. Un acampe, los bancarios. Los buitres. Los de cultura. Los de Fabricaciones Militares. El dólar. 

-“Mi vida, no olvides el celu, tus anteojos, la agenda”. 

Me ayuda a ordenar todo, a no olvidarme nada. “¿Tenes plata? Me pregunta. Tengo la sube. 

Llega Maji a cuidar los niños. Nos despedimos de ellos y salimos, bajamos el ascensor abrazados, conversando, apurados. Felices. 

Como todas las mañanas caminamos por Lavalle hasta mi parada. 

Vamos de la mano entre ese mundo de gente que arranca el día, hasta el 102. El sigue caminando, porque le queda cerca. En inviernos jugamos con el humito que sale de la boca por el frio. En verano siempre elegimos el lado de la sombra. 

Como todas las mañanas nos despedimos en nuestra esquina porteña con un beso y los dedos en V, hasta volver a vernos. 

Pero esta mañana, como desde hace algunas mañanas, exactamente desde las mañanas de mediados de diciembre, me subo al colectivo y lo miro, nostálgica, impotente, desde la ventana. Lo veo caminar con su portafolios por la calle Paraná hacia Corrientes e imagino cuando llega y dobla, y después cuando vuelve a doblar por Cerrito y llega hasta la esquina de Sarmiento. Espera el semáforo, cruza y camina media cuadra. Lo veo subir el ascensor, saludar a Vicky, hacerle un chiste. El suele hacer muchos chistes. Ahora me doy cuenta que hace menos. 

Lo imagino entrando, poniendo el dedo, saludando rápido, sentándose en su escritorio, abriendo la compu, viendo al bebé en su fondo de pantalla. Lo imagino agarrando un expediente, pidiendo informes, enojándose porque la afip demora o porque el banco contestó un absurdo. Me río con las burlas porque perdió boca, las facturas porque ganó river. Escucho el tipeo de sus dedos en el teclado, lo veo corregir obsesivamente su informe hasta que quede perfecto. Lo imagino hasta que dejo de verlo por la ventana del bondi porque ya dobló en la esquina. 

También imagino el momento en que, como a miles, le digan que ya no vaya. Que prescindieron de él, que es decisión de presidencia. Que firme porque si no, le mandan telegrama. Que no hay motivos. Política del organismo. Reestructuración. Lo imagino preguntarse por qué. Pidiendo explicaciones, viendo llegar a otros compañeros que tampoco pueden pasar. Lo pienso leyendo la lista donde está su foto, relojeando a los cinco policías que pondrán para reprimir a algún desprevenido que se atreva a cuestionar su brutal despido. 

Los compañeros schokeados en la puerta. Los escucho. Tengo hijas. La hipoteca. Mi madre enferma. Espero mellizos. Mi bebito de un mes. Silencio de hospital. El gremio cómplice. 

Lo veo contener las compañeras. 

Lo veo finalmente intentando recuperar sus cosas. No muchas. Una planta, un termo, la foto de la familia. Pero le dicen que no, que está ya le dijeron que está desvinculado. 

DES-VIN-CU-LA-DO. Que llame y combinan. 

Alguien va a ultrajar esas pocas cositas suyas, metiéndolas en una vieja bolsa de residuos para que, cuando ellos puedan entregarlas, se las lleve a su casa como toda recompensa por los seis años de servicios prestados. 

Todas las mañanas me propongo sacar el tema de su posible despido, pero no soy capaz. No tengo esa valentía. No puedo decirle que a él también le puede tocar. Es de planta, está hace años, sabe un montón, va los sábados si hace falta. ¿Con que derecho puedo sospechar que le toque? 

Tampoco puedo imaginar cómo serán después todas las mañanas. Mi despertador sonando solo, preguntándole yo a él si tiene plata. Maji angustiada, ella también tiene hijos. Tres hijos. 

Me imagino a mi chiquita averiguando por qué no va más al trabajo. ¿Que se le dice a una niña? Si los grandes tampoco entendemos, gordita. 

No me puedo imaginar esa mañana en que llame al ascensor pero él se quede en casa. 

No imagino caminar Lavalle sola. El trayecto en silencio sin que me agarre la mano; pasar por su laburo y no poder pedirle que se asome a saludar en la ventana, llegar a nuestra esquina y seguir, sin tener con quien hacer la V, como si nada. 

Mientras pasamos Santa Fe, 
la llamada perdida me anticipa. 
De todas las mañanas, 
la de hoy fue la última. 

Buenos Aires, febrero de 2016

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